viernes, 19 de febrero de 2016

No fue penal, juez

Ella se despierta, se levanta y, una vez preparada, sale a la calle. Pasan las cuadras y la gente la mira, pero no la conoce. Nadie la saluda, pasa desapercibida como cualquier otra persona. Sin embargo, paradójicamente, ella es una de las personas más reconocidas y nombradas en todo el país, principalmente los fines de  semana. Ella tiene un hijo, al cual no se le ocurrió mejor idea que dedicarse a ser árbitro. Y ella, que prefiere quedarse en su casa cuando su hijo dirige, para evitar inconvenientes, ve el partido desde la tele, aplaude cada pitazo de “el mejor árbitro” y escucha los miles de saludos que, durante 90 minutos, le dedican todos. Sí, locales y visitantes, los de camiseta verde, marrón, azul y roja o roja y blanca cantan por ella, la recuerdan, la nombran con las manos elevadas al cielo, mirando con cara de bronca al árbitro, con ganas de comérselo crudo. Y cuando el hijo llega a la casa, cansado, insultado, satisfecho de haber hecho un buen trabajo o arrepentido del error grosero que cometió, la madre lo abraza, lo felicita por su trabajo y le dice que está orgullosa. Lo cual es verdad. Pero al mismo tiempo, cuando se acuesta mira al techo y en voz baja se pregunta, se cuestiona, busca una explicación: “¿por qué habrá elegido hacerse árbitro?”.