Ella se
despierta, se levanta y, una vez preparada, sale a la calle. Pasan las cuadras
y la gente la mira, pero no la conoce. Nadie la saluda, pasa desapercibida como
cualquier otra persona. Sin embargo, paradójicamente, ella es una de las
personas más reconocidas y nombradas en todo el país, principalmente los fines
de semana. Ella tiene un hijo, al cual
no se le ocurrió mejor idea que dedicarse a ser árbitro. Y ella, que prefiere
quedarse en su casa cuando su hijo dirige, para evitar inconvenientes, ve el
partido desde la tele, aplaude cada pitazo de “el mejor árbitro” y escucha los
miles de saludos que, durante 90 minutos, le dedican todos. Sí, locales y
visitantes, los de camiseta verde, marrón, azul y roja o roja y blanca cantan
por ella, la recuerdan, la nombran con las manos elevadas al cielo, mirando con
cara de bronca al árbitro, con ganas de comérselo crudo. Y cuando el hijo llega
a la casa, cansado, insultado, satisfecho de haber hecho un buen trabajo o
arrepentido del error grosero que cometió, la madre lo abraza, lo felicita por
su trabajo y le dice que está orgullosa. Lo cual es verdad. Pero al mismo
tiempo, cuando se acuesta mira al techo y en voz baja se pregunta, se
cuestiona, busca una explicación: “¿por qué habrá elegido hacerse árbitro?”.