Ella se
despierta, se levanta y, una vez preparada, sale a la calle. Pasan las cuadras
y la gente la mira, pero no la conoce. Nadie la saluda, pasa desapercibida como
cualquier otra persona. Sin embargo, paradójicamente, ella es una de las
personas más reconocidas y nombradas en todo el país, principalmente los fines
de semana. Ella tiene un hijo, al cual
no se le ocurrió mejor idea que dedicarse a ser árbitro. Y ella, que prefiere
quedarse en su casa cuando su hijo dirige, para evitar inconvenientes, ve el
partido desde la tele, aplaude cada pitazo de “el mejor árbitro” y escucha los
miles de saludos que, durante 90 minutos, le dedican todos. Sí, locales y
visitantes, los de camiseta verde, marrón, azul y roja o roja y blanca cantan
por ella, la recuerdan, la nombran con las manos elevadas al cielo, mirando con
cara de bronca al árbitro, con ganas de comérselo crudo. Y cuando el hijo llega
a la casa, cansado, insultado, satisfecho de haber hecho un buen trabajo o
arrepentido del error grosero que cometió, la madre lo abraza, lo felicita por
su trabajo y le dice que está orgullosa. Lo cual es verdad. Pero al mismo
tiempo, cuando se acuesta mira al techo y en voz baja se pregunta, se
cuestiona, busca una explicación: “¿por qué habrá elegido hacerse árbitro?”.
Una
pregunta que seguramente nos hacemos mucho. O tal vez sólo algunos, pero sé que
no soy el primero que se pone de frente a un árbitro, el juez dentro del campo de juego, el que aguanta todo tipo de
insultos, el responsable último, según hinchas y jugadores, de que los equipos
que pierden no hayan podido conseguir la victoria; no soy el primero que se
para frente a él y se queda mirándolo queriendo preguntarle: ¿por qué? Uno a veces duda y no entiende cómo una
persona normal, cuerda, puede mirar a su padre a los ojos y confesarle que
encontró su vocación, lo que lo hará feliz por el resto de su vida: ser árbitro
de fútbol. O más aún, quizás la primera profesión que surge a la hora de
preguntarse de qué uno nunca trabajaría, es referí de fútbol. Está claro igual
que el árbitro no solamente es un trabajo en Argentina, excede toda frontera y
se convierte en algo universal. En todos lados con las mismas características y
el mismo tipo de relación con el resto de los mortales: el insulto, la bronca. Del
otro lado del Río de la Plata también hay jueces que llevan las riendas del
orden dentro del terreno verde de cada estadio, lo que lleva incluso a un
cirujano de la palabra y de la vida, como Galeano, a investigarlo y analizarlo
(en Fútbol a sol y sombra). También a tenerle lástima. El único tipo que corre
los 90 minutos de un lado a otro, transpira la gota gorda, asume la
responsabilidad de castigar el juego violento y de lograr la armonía y la paz
en un juego como es el fútbol, para conseguir, como premio, insultos, abucheos,
llevarse la culpa de hacer perder a un equipo. Y cierra el gran escritor
uruguayo con que el negro de la vestimenta se debe al luto, luto que siente por
sí mismo, luto por su madre. Es verdad eso, pero es algo que están tratando de
dejar en el camino, de superarlo. Los árbitros hoy quieren acercarse a todos y
ser compinches, por eso eligen vestimentas coloridas, verdes, rosadas,
amarillas, con frases ingeniosas, con algún mensaje en fechas especiales, como
al dirigir un clásico, día en el cual se puede apreciar en su espalda, por
ejemplo, la insignia “El clásico rosarino. 22-10-11”. Además, muchos tratan de
evitar el castigo malvado de la tarjeta e introducen la costumbre de charlar
con los jugadores, calmarlos, avisarles que “cuidado negro, si pegás así te voy
a tener que echar y no me gustaría, jugá más despacio por las dudas, ¿dale?”. Y
para devolverle algo, un poquito nomás, a esa madre que se aguanta las mil y
una, que se lleva todos los insultos durante 90 minutos, en su día, en el día
de la madre, los jueces muestran en su vestimenta una frase en letras grandes
que dice “Feliz día mamá”. Y ella siente orgullo, le da ternura, se alegra,
deja correr las lágrimas, mirando a su hijo posar con ese mensaje mientras
espera dar el pitazo inicial para que comience el partido. Una vez comenzado,
lluvia de insultos y alusiones a la madre. Pero ella está feliz, ella puede
leer, todavía, en la espalda de su hijo: “Feliz día mamá”.
¿Cuántas
veces se ha visto a un jugador abrazar al árbitro cuando suelta el éxtasis de
marcar un gol que le da la victoria a su equipo? ¿Cuántas veces se levanta del
suelo y felicita al árbitro por el penal que les marcó a favor? ¿Cuántas veces
el director técnico del equipo perdedor asume las culpas por armar mal al
equipo y no hace caer la responsabilidad total de la derrota por 5-0 en ese
lateral mal cobrado en el minuto 15 del primer tiempo? Sin embargo, el árbitro
no protesta, se queda callado pero firme en sus decisiones y muchas veces sale
a asumir que se equivocó en tal o cual jugada. O a veces abraza y consuela al
jugador que echó, le da una palmadita en la espalda, lo acompaña afuera de la
cancha. Obviamente, no siempre es así. Sin embargo, nunca es al revés, nunca el
árbitro se va a sentir reconocido. Bueno, pero algunos premios se lleva, como
aquellos que colecciona y exhibe en el museo que tiene armado en su casa con
las cosas que le cayeron, en algún momento, de las rugientes tribunas de los
estadios. Monedas, botellas, ceniceros o, incluso, celulares y hasta muletas.
Hay quienes
dicen que el árbitro no elige serlo. Que seguramente hubiera preferido ser
jugador, pero la mala fortuna, como alguna lesión, o su falta de habilidad no
se lo permitieron. Entonces, para seguir ligado a las canchas y pisar cada fin
de semana el pasto, suelo sagrado de la pasión, se vistió de árbitro y se
dispuso a impartir justicia. Aunque para muchos lo que imparte sea injusticia. Pero
él hace su trabajo, le pagan por ello, lo disfruta o no. Cuando dirige mal, lo
suspenden. Cuando dirige bien, lo premian. Aunque para la gente, para nosotros,
nunca dirijan bien. Por eso en cada partido, los hinchas se juntan en
las tribunas y, mientras esperan al equipo, comienzan a repasar cuál es el
árbitro designado para ese partido, a quién tendrán que insultar. Rueda su
nombre, pasa de boca en boca, se empiezan a preparar los cánticos, haciendo que
rime su apellido con algún insulto, buscando que quepa en el ritmo de una
canción burlona. Y cuando el árbitro sale al campo, esperando ejercer su
trabajo de manera fiel durante 90 minutos, los silbidos comienzan a bajar
estrepitosamente, una expresión compartida por las dos hinchadas, aquellas que
se odian, que se cargan, que se desean lo peor, pero que se juntan en lo que se
refiere al juez. Y la madre de él, desde su casa, para no sufrir, le tiene
lástima y se tiene lástima, porque en poco tiempo ya no sólo los abucheos van
referidos al juez, sino que los cantos comienzan a introducir a toda la familia,
inclusive a ella. Hasta no sería impensado que el propio hermano del árbitro,
ante un penal cobrado en contra de su equipo, se levante furioso del sillón,
mire a la tele y grite “la concha de tu madre árbitro”, para luego darse vuelta
y, dirigiéndole una sonrisa tímida a su madre, la madre del árbitro, le
explique: “pero vos lo viste, no fue penal”.
Para cerrar y a
pesar de todo lo expuesto sobre los árbitros, hubo uno que estuvo a punto de
romper con el paradigma popular. Allá por el 2006, luego de dirigir el primer
partido y la final del Mundial 2006, en un hecho histórico para el deporte
argentino, Horacio Elizondo fue recibido con aplausos y ovaciones por todo el
estadio. Cada alma allí presente, sin importar su ubicación ni los colores de
su camiseta, reconocía el trabajo del árbitro y la buena imagen que había
dejado del país a nivel mundial. Tal fue la sorpresa general que incluso los
medios comenzaban a hacerse eco de semejante gesta histórica lograda por un
referí; la gente, en el estadio o en su casa, se miraba atónita ante un escenario
jamás pensado: el de la ovación a un referí. La madre del árbitro sonreía y
aplaudía contenta porque, al fin, existía justica para su hijo, para ella
misma. Sin embargo, pocos minutos duró este episodio impensado cuando, en el
primer tiro libre que marcó el señor Elizondo, una lluvia de insultos se
acordaron de él, de su esposa y, principalmente y con mayor énfasis, de su
madre.
Matías Hernán Piccoli
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