viernes, 19 de febrero de 2016

No fue penal, juez

Ella se despierta, se levanta y, una vez preparada, sale a la calle. Pasan las cuadras y la gente la mira, pero no la conoce. Nadie la saluda, pasa desapercibida como cualquier otra persona. Sin embargo, paradójicamente, ella es una de las personas más reconocidas y nombradas en todo el país, principalmente los fines de  semana. Ella tiene un hijo, al cual no se le ocurrió mejor idea que dedicarse a ser árbitro. Y ella, que prefiere quedarse en su casa cuando su hijo dirige, para evitar inconvenientes, ve el partido desde la tele, aplaude cada pitazo de “el mejor árbitro” y escucha los miles de saludos que, durante 90 minutos, le dedican todos. Sí, locales y visitantes, los de camiseta verde, marrón, azul y roja o roja y blanca cantan por ella, la recuerdan, la nombran con las manos elevadas al cielo, mirando con cara de bronca al árbitro, con ganas de comérselo crudo. Y cuando el hijo llega a la casa, cansado, insultado, satisfecho de haber hecho un buen trabajo o arrepentido del error grosero que cometió, la madre lo abraza, lo felicita por su trabajo y le dice que está orgullosa. Lo cual es verdad. Pero al mismo tiempo, cuando se acuesta mira al techo y en voz baja se pregunta, se cuestiona, busca una explicación: “¿por qué habrá elegido hacerse árbitro?”.

                Una pregunta que seguramente nos hacemos mucho. O tal vez sólo algunos, pero sé que no soy el primero que se pone de frente a un árbitro, el juez dentro del  campo de juego, el que aguanta todo tipo de insultos, el responsable último, según hinchas y jugadores, de que los equipos que pierden no hayan podido conseguir la victoria; no soy el primero que se para frente a él y se queda mirándolo queriendo preguntarle: ¿por qué?  Uno a veces duda y no entiende cómo una persona normal, cuerda, puede mirar a su padre a los ojos y confesarle que encontró su vocación, lo que lo hará feliz por el resto de su vida: ser árbitro de fútbol. O más aún, quizás la primera profesión que surge a la hora de preguntarse de qué uno nunca trabajaría, es referí de fútbol. Está claro igual que el árbitro no solamente es un trabajo en Argentina, excede toda frontera y se convierte en algo universal. En todos lados con las mismas características y el mismo tipo de relación con el resto de los mortales: el insulto, la bronca. Del otro lado del Río de la Plata también hay jueces que llevan las riendas del orden dentro del terreno verde de cada estadio, lo que lleva incluso a un cirujano de la palabra y de la vida, como Galeano, a investigarlo y analizarlo (en Fútbol a sol y sombra). También a tenerle lástima. El único tipo que corre los 90 minutos de un lado a otro, transpira la gota gorda, asume la responsabilidad de castigar el juego violento y de lograr la armonía y la paz en un juego como es el fútbol, para conseguir, como premio, insultos, abucheos, llevarse la culpa de hacer perder a un equipo. Y cierra el gran escritor uruguayo con que el negro de la vestimenta se debe al luto, luto que siente por sí mismo, luto por su madre. Es verdad eso, pero es algo que están tratando de dejar en el camino, de superarlo. Los árbitros hoy quieren acercarse a todos y ser compinches, por eso eligen vestimentas coloridas, verdes, rosadas, amarillas, con frases ingeniosas, con algún mensaje en fechas especiales, como al dirigir un clásico, día en el cual se puede apreciar en su espalda, por ejemplo, la insignia “El clásico rosarino. 22-10-11”. Además, muchos tratan de evitar el castigo malvado de la tarjeta e introducen la costumbre de charlar con los jugadores, calmarlos, avisarles que “cuidado negro, si pegás así te voy a tener que echar y no me gustaría, jugá más despacio por las dudas, ¿dale?”. Y para devolverle algo, un poquito nomás, a esa madre que se aguanta las mil y una, que se lleva todos los insultos durante 90 minutos, en su día, en el día de la madre, los jueces muestran en su vestimenta una frase en letras grandes que dice “Feliz día mamá”. Y ella siente orgullo, le da ternura, se alegra, deja correr las lágrimas, mirando a su hijo posar con ese mensaje mientras espera dar el pitazo inicial para que comience el partido. Una vez comenzado, lluvia de insultos y alusiones a la madre. Pero ella está feliz, ella puede leer, todavía, en la espalda de su hijo: “Feliz día mamá”.
                ¿Cuántas veces se ha visto a un jugador abrazar al árbitro cuando suelta el éxtasis de marcar un gol que le da la victoria a su equipo? ¿Cuántas veces se levanta del suelo y felicita al árbitro por el penal que les marcó a favor? ¿Cuántas veces el director técnico del equipo perdedor asume las culpas por armar mal al equipo y no hace caer la responsabilidad total de la derrota por 5-0 en ese lateral mal cobrado en el minuto 15 del primer tiempo? Sin embargo, el árbitro no protesta, se queda callado pero firme en sus decisiones y muchas veces sale a asumir que se equivocó en tal o cual jugada. O a veces abraza y consuela al jugador que echó, le da una palmadita en la espalda, lo acompaña afuera de la cancha. Obviamente, no siempre es así. Sin embargo, nunca es al revés, nunca el árbitro se va a sentir reconocido. Bueno, pero algunos premios se lleva, como aquellos que colecciona y exhibe en el museo que tiene armado en su casa con las cosas que le cayeron, en algún momento, de las rugientes tribunas de los estadios. Monedas, botellas, ceniceros o, incluso, celulares y hasta muletas.
Hay quienes dicen que el árbitro no elige serlo. Que seguramente hubiera preferido ser jugador, pero la mala fortuna, como alguna lesión, o su falta de habilidad no se lo permitieron. Entonces, para seguir ligado a las canchas y pisar cada fin de semana el pasto, suelo sagrado de la pasión, se vistió de árbitro y se dispuso a impartir justicia. Aunque para muchos lo que imparte sea injusticia. Pero él hace su trabajo, le pagan por ello, lo disfruta o no. Cuando dirige mal, lo suspenden. Cuando dirige bien, lo premian. Aunque para la gente, para nosotros, nunca dirijan bien.  Por  eso en cada partido, los hinchas se juntan en las tribunas y, mientras esperan al equipo, comienzan a repasar cuál es el árbitro designado para ese partido, a quién tendrán que insultar. Rueda su nombre, pasa de boca en boca, se empiezan a preparar los cánticos, haciendo que rime su apellido con algún insulto, buscando que quepa en el ritmo de una canción burlona. Y cuando el árbitro sale al campo, esperando ejercer su trabajo de manera fiel durante 90 minutos, los silbidos comienzan a bajar estrepitosamente, una expresión compartida por las dos hinchadas, aquellas que se odian, que se cargan, que se desean lo peor, pero que se juntan en lo que se refiere al juez. Y la madre de él, desde su casa, para no sufrir, le tiene lástima y se tiene lástima, porque en poco tiempo ya no sólo los abucheos van referidos al juez, sino que los cantos comienzan a introducir a toda la familia, inclusive a ella. Hasta no sería impensado que el propio hermano del árbitro, ante un penal cobrado en contra de su equipo, se levante furioso del sillón, mire a la tele y grite “la concha de tu madre árbitro”, para luego darse vuelta y, dirigiéndole una sonrisa tímida a su madre, la madre del árbitro, le explique: “pero vos lo viste, no fue penal”.

Para cerrar y a pesar de todo lo expuesto sobre los árbitros, hubo uno que estuvo a punto de romper con el paradigma popular. Allá por el 2006, luego de dirigir el primer partido y la final del Mundial 2006, en un hecho histórico para el deporte argentino, Horacio Elizondo fue recibido con aplausos y ovaciones por todo el estadio. Cada alma allí presente, sin importar su ubicación ni los colores de su camiseta, reconocía el trabajo del árbitro y la buena imagen que había dejado del país a nivel mundial. Tal fue la sorpresa general que incluso los medios comenzaban a hacerse eco de semejante gesta histórica lograda por un referí; la gente, en el estadio o en su casa, se miraba atónita ante un escenario jamás pensado: el de la ovación a un referí. La madre del árbitro sonreía y aplaudía contenta porque, al fin, existía justica para su hijo, para ella misma. Sin embargo, pocos minutos duró este episodio impensado cuando, en el primer tiro libre que marcó el señor Elizondo, una lluvia de insultos se acordaron de él, de su esposa y, principalmente y con mayor énfasis, de su madre.

Matías Hernán Piccoli

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