Extranjero en tierra
vecina
Fecha 14 del
torneo, se acerca el día que enfrentará al Globo con Atlético Rafaela y la
información se confirma: el club de Parque Patricios es sancionado con tres
fechas a jugar a puertas cerradas por incidentes provocados la fecha anterior.
¿Será posible?, primer pensamiento que bordea mi mente, junto a un golpe de
puño contra la superficie más cercana descargando la desazón de la oportunidad
que se cae. El desafío de ir al estadio rival se derrumba sin haber comenzado. Sin
embargo, por mucho que intente pensar alternativas, otro tema, parece
indefectible que tengo que cruzar la vereda, que tengo que pisar y caminar el
barrio. Pero no el mío, no. No es mi pedacito de ciudad y de mundo, las calles
cercanas a mi casa por donde nace cada día un mural con el rojo y azul
brillando, con alguna gloria del Ciclón sonriendo, con la hinchada que cada fin
de semana llena las tribunas del Nuevo Gasómetro pintada sobre una pared. No.
Es otro lugar, es otro barrio, tan cerca pero tan lejos. Tan vecino pero tan
opuesto. Donde pasé años trabajando, casi de local, pero siendo siempre
visitante, casi un extranjero. Donde se que hay algo que necesito que exista,
pero que no es para mí, no gracias. Si no puedo ir al estadio, entonces voy a
la casa del club, allí mismo en Parque Patricios, al lugar desde donde nace
todo lo que lo rodea y lo conforma, el único lugar donde la H no es muda sino
que se grita bien fuerte: la sede del Club Atlético Huracán.
Es 1 de junio.
El horario se acerca y me dispongo a tomarme el colectivo 25 hasta la puerta de
la sede. El 25, para ir de La Boca hasta allí. Porque no solamente es una noche
para vivir desde el club el partido del Globo, rival clásico de siempre, sino
que parto desde la puerta de mi trabajo, el de todos los días, en un barrio tan
pintoresco como La Boca, pero a dos cuadras de La Bombonera, casa de otros de
los rivales clásicos de siempre. Por lo que es cuestión de abandonar un terreno
enemigo para inmiscuirse en otro. El reloj marca las 20, faltando una hora y
poco más para el partido, cuando me subo al colectivo. Marca las 20.30
aproximadamente cuando llego a destino. Como siempre, en el barrio afloran
banderas con dibujos de un globo y una H en su interior, que cuelgan de algunas
ventanas o balcones. Paredes pintadas con esa misma letra grande y roja se van
sucediendo a medida que uno camina por las calles. También, varios peatones que
circulan con esa camiseta blanca (o roja si es la suplente) que para ellos es
como su segunda piel. Como en todo barrio, no faltan restaurants, almacenes,
ferreterías. Pero como en ningún barrio, los mismos llevan nombres que rinden
homenaje al club Huracán. “El globito”, “El Huracán pizzería”, incluso “El
codo”, que algún exigente hincha de San Lorenzo juraría que se trata de una
burla contra su estadio, el cual no tiene terminados esos sectores de la
cancha, precisamente, los codos. Por su parte, imponente, gigante y verde,
sobre la avenida Caseros se despliega el Parque de los Patricios, que da nombre
al barrio. La estatua de Ringo Bonavena, gloria deportiva de Huracán, se
mantiene siempre erguida, rodeada por otra de Monteagudo y, para que no queden
dudas de qué equipo es patrón en ese barrio, una de Herminio Masantonio, gloria
futbolística del club quemero. Sin embargo, lo importante en este momento está
exactamente en frente, en las paredes blancas que llevan impresas la frase “100
años de historia y pasión”, con un dibujo de considerable tamaño del escudo de
Huracán rodeado por los números 1908 y 2008. Arriba, sin pasar desapercibido, una
gigantografía despliega la imagen de la hinchada del club, cubierta por un
telón que ocupa casi la totalidad de la tribuna de la foto. Varias puertas se
ofrecen en la sede para ser atravesadas. Obviamente, son rojas y combinan con
la pared blanca. Nada allí puede tener otro color que no sea el del Globo. Primera
prueba, una puerta que al pasarla muestra a gran cantidad de personas
realizando ejercicios en máquinas y una advertencia de que sólo se permite el
paso al que muestre carnet de asociado. Se trata del gimnasio, por lo cual es
cuestión de volver sobre los pasos dados y erguirse nuevamente sobre la vereda
de Caseros. Siguiendo por allí, otra puerta de entrada se despliega, justo al
lado de Globomanía, local de venta de artículos de todo tipo vinculados con el
club quemero. No es allí donde corresponde estar en este momento. Pero sí en
esa otra puerta, la que se encuentra al lado, pegada. Así que, olvidando el
colgante de San Lorenzo que cuelga del cuello y las pulseras azulgranas que cubren
mis muñecas, me dispongo a ingresar, no sin antes escuchar un comentario detrás
mío de un muchacho joven que plantea la idea de “practicar boxeo para agarrarme
con un cuervo después”, antes de seguir su camino. Menuda bienvenida. Oídos
sordos, corazón frío y, faltando unos veinte minutos para el comienzo del
encuentro, ya estoy dentro de la sede que nunca imaginé pisar. Una pizarra confirma
la dirección de la confitería y, estando los molinetes abiertos y sin que haya
persona alguna en recepción, me dirijo hacia ella. Al pasar, se hace visible un
cartel, muy simple y claro: “Prohibido ingresar con vestimenta u objetos de
otros clubes”. De repente, siento como frente a mí emergen jefes y compañeros
de aquel trabajo que tuve en este mismo barrio, con la advertencia convertida
luego en obligación de no llevar, jamás, nada que tuviera relación con San
Lorenzo. Era dejar parte de mi identidad, de lo que soy, en mi casa. Era, de
manera drástica, el no poder mostrar en su totalidad lo que me forma y me
constituye. Por lo que otra vez, la misma sensación, ahora entendida y
justificada. La necesidad de dejar mis armas al ingresar en terreno rival. Así
que, sin discusión y corroborando que colgante y pulseras están bien tapados,
prosigo mi camino atento a cada detalle, mientras soy rodeado por imágenes y
frases de ídolos y personajes históricos en la historia del club. Ahí nomás
está la confitería, donde encuentro poca gente y tranquilidad, al lado de un
gimnasio donde están practicando judo o taekwondo o quién sabe qué arte
marcial. De fondo, música. Se distingue la banda sin problemas: son Los
Caballeros de la Quema. ¿Será casualidad? ¿O será que hasta desde el lado
musical es necesario insistir y dejar en claro que esto es Huracán, esto es la
Quema, que sólo se respira aire quemero? Elijo una mesa que me permite ver en
su totalidad y de manera clara la pantalla gigante desde donde está llegando la
previa del partido, . El sonido de televisión va invadiendo el ambiente, mientras
la música de a poco va desapareciendo. Rápidamente, se acerca un muchacho que
saluda amablemente y ofrece el menú para elegir cena. Se observa alrededor
algunas personas que van llegando y se acomodan en mesas cercanas. No son
muchos, de todas formas. Algunos llegan y se establecen definitivamente en un
lugar, mientras otros, en general en grupo, se sientan un rato y luego se
retiran. También hay quienes aprovechan unos minutos para jugar al ping-pong en
una mesa ubicada a un costado. Aún mientras leo el menú, se acerca sin dejar
pasar mucho tiempo otra persona, éste con remera de Huracán, a preguntarme qué
voy a comer, dejando el escudo de su casaca enfrente de mi cara. Luego de hacer
el pedido, ya nada queda por hacer más que esperar el silbatazo del árbitro y
el comienzo del partido. Y así sucede. El mozo sigue retirando pedidos y llevando
comida, no sin antes distraerse pispeando el partido. O tal vez es al revés,
mira el partido y sufre con su equipo, sólo distrayéndose al llevar pedidos a
las mesas. Prioridades, cada uno con las suyas. Entre las mesas, varias
personas se muestran atentas y calladas a medida que pasan los minutos. Salvo uno. Un hombre de mediana edad que
grita, insulta, se queja, aplaude, se agarra la cabeza. Tal vez consciente, o
tal vez no, está sentado delante de todo, en el lugar más cercano a la
pantalla. No está mirando el partido, lo está jugando, lo está viviendo. Y él
lo sabe. Por eso, ante cada balón perdido o recuperado, ante cada remate que se
va afuera mira para atrás y para los costados, buscando cómplices, buscando
otras reacciones como las suyas, aunque sólo encuentre algunas muecas de
aprobación o simplemente sea ignorado. Qué loco el tipo, puedo llegar a pensar,
pero no me dura mucho el engaño, conociendo mis reacciones cuando juega mi
equipo. Pero en este momento mi equipo no está. Lo que existe es Huracán, es
Rafaela y son los hinchas quemeros dando su apoyo desde la entraña misma del
club, sin poder ir al estadio. Sufriendo y esperando festejar. Más aún, cuando
llega el momento de penal para Huracán y mitad de desahogo para el hombre que
está sufriendo como seguramente no hace desde una semana atrás, cuando Huracán
jugaba la fecha anterior. Mitad de desahogo, que se completa cuando Domínguez
no falla y el Globo se pone arriba en el marcador. Ahora sí, grito de gol,
cruce de miradas entre los hinchas presentes y la sinceridad mezclada con
emoción del hincha que reconoce que “igual estamos jugando como el orto”. Un
niño, vestido como arquero del Globo, se acerca desde afuera a preguntar el
resultado y festeja cuando alguien se lo informa. Nada más pasa en ese primer
tiempo, que termina con el equipo que todos vinimos a ver ganando.
Los quince
minutos de entretiempo pasan rápido, sin movimiento en la confitería, con las
personas que practican el arte marcial aún en eso, con las imágenes de Huracán
estoicas en las paredes. Llega la segunda etapa. Estamos los mismos, en el
mismo lugar. Aunque ahora se suma un grupo numeroso de amigos acompañados de
varios niños y niñas. La mayoría con ropa de Huracán encima. Segundo tiempo en
marcha y, enseguida, otra vez Domínguez se viste de goleador: 2-0. Ahora más
que en el anterior, los gritos son fuertes y cargados, provocando el susto
repentino de una de las nenas, para luego terminar en carcajada general. Todo
está tranquilo, se avizora una victoria que no se puede escapar. Aunque… Descuenta
Rafaela y los insultos retornan al hincha fanatizado. No sea cosa que... El
partido se pone 2-2, de repente. Con una ráfaga de juego y goles, el cuadro
santafesino emparda el marcador y todo es como al comienzo. El semblante duro,
entre triste y enojado, inunda al hincha. A los hinchas. A todos. El mozo, el
que lleva la camiseta de su querido club, deja escapar un resoplido y se mete
rápidamente detrás del mostrador, arrojando palabras inaudibles al aire. Al
mismo tiempo y sorpresivamente, el hombre que gritó, opinó, se paró y sufrió
todo el partido, ese hincha fanatizado, se levanta de su silla, pero no para
reclamar una falta o festejar una jugada, sino para desplazarse hacia la
salida, abandonado el lugar cuando quedan unos veinte minutos de partido.
Pienso que volverá, algo que jamás ocurre. Entre los que quedan, la charla
fluye como antes aunque cada vez con más pausas para ver el juego y más
nerviosismo ante el transcurrir de minutos y el resultado intacto. Parece
empate, nomás. Otro resultado adverso en un torneo pobre del equipo. Pero no
son esos los planes de Wanchope Ábila, delantero lírico y magistral del
quemero. Porque sí, estoy convencido de que jamás usaré esa camiseta, de que
jamás gritaré un gol de Huracán, de que el partido más lindo a ganar cada año
es contra ellos; pero eso no me impide disfrutar y valorar los jugadores de
buen pie y habilidosos con que cuenta el plantel, aunque vistan esa casaca tan
poco querida por mí. Uno de ellos es Wanchope, que sin ganas de llevarse un
empate a casa desparrama a un defensor por el piso, hace lo propio con el
arquero y, tranquilo, calculador y letal, deja la pelota descansando en el
ángulo superior derecho de la red. Grita desaforado el delantero a través de la
tele y gritan desaforados, más que en los otros dos goles, los hinchas
presentes en la confitería. Ahora sí, grandes y chicos, todos juntos. Aplausos fuertes
siguen a ese grito de desahogo. Son los minutos finales. Por lo que es cuestión
de esperar que pasen rápido y todo acabe como todos allí desean. Así sucede nomás, el pitazo final anuncia que
Wanchope se lleva todos los agradecimientos y que el cuadro de Parque Patricios
se queda con los tres puntos en su cancha. Vacía, por sanción. Sus hinchas,
hoy, están en sus casas. Sus hinchas, hoy, también, están en la confitería. Y
felices, abandonan el lugar con aplausos y muecas de felicidad. El mozo tendrá
que cumplir las horas que le queden de trabajo, pero el escudo en su remera le
recuerda que lo hará de buen ánimo. Echando unos últimos vistazos a todo el
lugar, a cada pedacito de Huracán allí presente, abandono la confitería, me
acerco a la puerta y vuelvo a tocar la calle, la que se encuentra muy poco
transitada. De todas formas, el barrio está en orden, su equipo, el que nació y
descansa siempre allí, en su vientre, ha triunfado. Respiro el aire frío de la
noche, mientras espero que se alejen los hinchas y subo las mangas de mi buzo.
Ahora sí, las pulseras azulgranas pueden ser vistas por el mundo. Me dirijo a
la parada del colectivo, con la sede aún desplegándose frente a mí. El 25, otra
vez. El mismo que me llevó de La Boca a Parque Patricios. El mismo que ahora me
lleva a Boedo, mi lugar en el mundo, donde el aire, como corresponde, se
respira en azul y rojo. Como me gusta, como lo siento, con el corazón tatuado
por las siglas CASLA. Y sabiendo, por suerte, que también existe Huracán, que
también existe el clásico barrial más lindo y apasionante del mundo. Que
existen Boedo, Parque Patricios y la magia que se crea entre los dos mundos vecinos.
Matías Hernán Piccoli
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