lunes, 30 de noviembre de 2015

¡Hacelo cobra!


Una semana entera planeando el partido”. En el fútbol amateur(lease fulbo) esta frase no tiene el mismo significado que en el profesionalismo. Las reuniones técnico-jugadores se trasladan de los inmensos predios de los clubes más importantes a las pequeñas pantallas de celulares, a los grupos de WhatsApp, a toda red social que se pueda. Algún (des)afortunado vecino del técnico recibe indicaciones cara a cara y necesariamente  a los gritos. Abundan los videos de goles imposibles logrados por las estrellas más luminosas. Las espaldas golpean contra la tierra seca tras repetidos intentos de las acrobacias y piruetas más disparatadas. A veces, los pechos resbalan en los festejos de gol ante lluvias torrenciales y tribunas vacías. Los botines se pegan con todo tipo de cintas para aguantar un partido más, o dos, o tres si se repite el tratamiento.

Es jugar a la pelota, dicen algunos. Otros sostienen que el enganche de tal o cual equipo muestra condiciones dignas de un jugador profesional de fútbol pero no llegó porque le faltó hambre o tal vez le sobró.  En definitiva el fin debería ser el mismo: meter la pelota más veces en el arco contrario que el rival en el arco propio. Aquellos que lo juegan por dinero son casos que quisiera evitar desarrollar, pero que manchan el sentimiento inexplicable de jugar al fútbol, de sentir el fútbol, de vivir el fútbol en todas sus dimensiones. En el fútbol amateur, no solo estos casos no existen, sino que la situación es inversa. Los jugadores no cobran por jugar al fútbol, pagan por hacerlo. Llenan los bolsillos de un hombre que tuvo la viveza de alquilar un predio el fin de semana y organizar un torneo.
Algunos representan al barrio, otros a la empresa. También están aquellos rejuntados de ex compañeros que se ofrecen a brindar papelones con derrotas abultadas. Los equipos sin técnico que cambian sus esquemas semana a semana, los equipos con técnico que hacen exactamente lo mismo pero con la tranquilidad de que no son responsables si el sistema táctico falla. Los que llevan nombres extravagantes como “Ta-Lento” o aquellos que con aire de grandeza toman nombres de los clubes más grandes de América o Europa.
De éstos últimos, no había un equipo aquella tarde  de domingo en la cancha 1 del predio de Vialidad de Ezeiza, sino cuatro. Por la octava fecha de la zona A de la “PQ League” se enfrentaban Barcelona y Valencia, rivales directos en la lucha por salir de la problemática y detestada promoción. El primer equipo combinaba una camiseta amarilla con un short blanco, indumentaria sponsoreada por “Pipona”. El segundo lucía pecheras azules prestadas con los números repetidos y  los pantalones negros manchados con pintura blanca, sin duda consecuencia del trabajo desatento de algún miembro del equipo.  La terna arbitral vestida de negro esperaba en el círculo central por ambos capitanes, quienes aún daban su arenga final acompañados de técnicos, familiares y amigos. La guerra estaba por comenzar. El deseo de suerte tras el sorteo y el fuerte apretón de manos daban pie al último grito de cada capitán previo al inicio del partido.
Como era de esperarse, el tiki-tiki planeado durante toda la semana se transformó en una batería de patadas, pitazos y canarios que huían del bolsillo delantero del  longevo juez. El empate favorecía a los equipos que, parados en el descenso directo, miraban esperanzados el partido desde afuera.
Luis, el lujoso 10 del Barcelona, en el que depositaba su confianza el equipo amarillo, se perdía entre la defensa del azul, reconocida como una de las más ásperas del torneo. El número 2 de Valencia, el más grande en edad y tamaño, era doctor en el Hospital de Ezeiza. En el torneo mantenía la costumbre de operar a los delanteros que pasaran cerca suyo, con o sin la pelota. Tordo era su apodo, Marcelo su nombre. Sin embargo, le tocaba enfrentar en el día de la fecha no solo a Luis, sino también al letal número 9 y goleador reconocido en la liga como la cobra, no solo por su peligrosidad y su escurridiza forma de jugar, sino también por su mala costumbre de escupir a los rivales.
La línea defensiva de Valencia estaba pintada de un amarillo anaranjado cuando el juez dio el pitido que ordenaba la tregua momentánea. Quince minutos de insultos, indicaciones de último momento y bidones de agua que apagaban la resaca de la noche: las anécdotas previas al partido hubieran sido dignas de libros de la más diversa índole.
Las piernas descansadas se desplazaron hacia el campo de juego pasados los quince minutos de entretiempo. Las mentes poco a poco hicieron lo mismo. Pero recién entrados los veinte finales del partido las emociones comenzaron a golpear la puerta del teatro. Sucede que, tras una falta en la medialuna del área, Luisito, como le decía su abuela cuando lo llevaba a jugar al papi en el club de barrio, la colgó del ángulo superior izquierdo desatando la locura de los propios y la sorpresa de los ajenos.
El partido cambió radicalmente. Según cuentan algunos testigos, once camisetas amarillas se colgaron del travesaño a secarse la transpiración al sol aquella tarde, mientras más de media docena de pecheras azules hacían llover pelotas sobre el área en busca del milagroso empate. Ganar o morir, los insultos volaban por los aires como los delanteros amarillos cuando salían de contra. El juez aplicaba el siga siga mostrando, a esa altura, que había perdido la arbitrariedad.
A falta de cinco minutos hasta el técnico de Valencia había montado campamento en el área del Barcelona. Haciéndose el “sonso”, la cobra deambulaba en  la mitad de la cancha esperando el pelotazo que coronara el dos a cero y condenara al rival a la promoción por aunque sea dos fechas. Un milagroso puñetazo del barbudo arquero del equipo amarillo dejo solo al peligroso 9 quién tras correr más de cuarenta metros freno la pelota en la línea de gol y la metió con la cabeza al ras del suelo. La heroica pero inescrupulosa jugada fue coronada con un bailecito propio del conocido grupo “Los Wachiturros” que dio el pie a la generalizada gresca posterior.
Los once jugadores del Valencia arremetieron contra la cobra quién intento resguardarse entre sus familiares y amigos que miraban el partido desde afuera. Comenzó la verdadera guerra donde botines y canilleras volaban entre los asistentes. Codazos, trompadas y todo tipo de agresiones se hicieron presentes aquella tarde. La violencia empapó el recuerdo con más fuerza que las glándulas sudoríparas de los jugadores.
Hubiera sido el final de la carrera futbolística de la cobra de no ser porque el tordo golpeó sin querer el auto de un jugador del Sevilla, equipo que también peleaba por no descender  pero esperaba su turno en los límites de la cancha 1. El incidente sumó una docena más de violentos que defendieron el patrimonio con uñas y dientes. La cobra logró escabullirse hacia el vestuario donde fue perseguido por varios rivales hasta que un hombre de seguridad cerró con llave la puerta y logró sacarlo por una ventana que daba directo al estacionamiento, donde el jugador era esperado por su hermano para comenzar la huida.

El ansiado partido terminó en escándalo. El Sevilla no jugó el partido siguiente.  Ni el próximo ni el próximo a ese próximo. La organización del torneo decidió expulsar a los tres equipos por conductas violentas generalizadas. El castigo: el descenso directo. En algún lugar lejano un hombre castigaba a jugadores profesionales con gas pimienta provocando ceguera temporal. 


Elides Francisco Tejada

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