“Una semana entera planeando el partido”. En el fútbol amateur(lease fulbo) esta frase no tiene el mismo significado que en el profesionalismo. Las reuniones técnico-jugadores se trasladan de los inmensos predios de los clubes más importantes a las pequeñas pantallas de celulares, a los grupos de WhatsApp, a toda red social que se pueda. Algún (des)afortunado vecino del técnico recibe indicaciones cara a cara y necesariamente a los gritos. Abundan los videos de goles imposibles logrados por las estrellas más luminosas. Las espaldas golpean contra la tierra seca tras repetidos intentos de las acrobacias y piruetas más disparatadas. A veces, los pechos resbalan en los festejos de gol ante lluvias torrenciales y tribunas vacías. Los botines se pegan con todo tipo de cintas para aguantar un partido más, o dos, o tres si se repite el tratamiento.
Es
jugar a la pelota, dicen algunos. Otros sostienen que el enganche de tal o cual
equipo muestra condiciones dignas de un jugador profesional de fútbol pero no
llegó porque le faltó hambre o tal vez le sobró. En definitiva el fin debería ser el mismo:
meter la pelota más veces en el arco contrario que el rival en el arco propio.
Aquellos que lo juegan por dinero son casos que quisiera evitar desarrollar,
pero que manchan el sentimiento inexplicable de jugar al fútbol, de sentir el
fútbol, de vivir el fútbol en todas sus dimensiones. En el fútbol amateur, no
solo estos casos no existen, sino que la situación es inversa. Los jugadores no
cobran por jugar al fútbol, pagan por hacerlo. Llenan los bolsillos de un
hombre que tuvo la viveza de alquilar un predio el fin de semana y organizar un
torneo.
Algunos
representan al barrio, otros a la empresa. También están aquellos rejuntados de
ex compañeros que se ofrecen a brindar papelones con derrotas abultadas. Los
equipos sin técnico que cambian sus esquemas semana a semana, los equipos con
técnico que hacen exactamente lo mismo pero con la tranquilidad de que no son
responsables si el sistema táctico falla. Los que llevan nombres extravagantes
como “Ta-Lento” o aquellos que con aire de grandeza toman nombres de los clubes
más grandes de América o Europa.
De
éstos últimos, no había un equipo aquella tarde
de domingo en la cancha 1 del predio de Vialidad de Ezeiza, sino cuatro.
Por la octava fecha de la zona A de la “PQ League” se enfrentaban Barcelona y Valencia,
rivales directos en la lucha por salir de la problemática y detestada
promoción. El primer equipo combinaba una camiseta amarilla con un short
blanco, indumentaria sponsoreada por “Pipona”. El segundo lucía pecheras azules
prestadas con los números repetidos y
los pantalones negros manchados con pintura blanca, sin duda
consecuencia del trabajo desatento de algún miembro del equipo. La terna arbitral vestida de negro esperaba
en el círculo central por ambos capitanes, quienes aún daban su arenga final
acompañados de técnicos, familiares y amigos. La guerra estaba por comenzar. El
deseo de suerte tras el sorteo y el fuerte apretón de manos daban pie al último
grito de cada capitán previo al inicio del partido.
Como
era de esperarse, el tiki-tiki planeado durante toda la semana se transformó en
una batería de patadas, pitazos y canarios que huían del bolsillo delantero
del longevo juez. El empate favorecía a
los equipos que, parados en el descenso directo, miraban esperanzados el
partido desde afuera.
Luis,
el lujoso 10 del Barcelona, en el que depositaba su confianza el equipo
amarillo, se perdía entre la defensa del azul, reconocida como una de las más ásperas
del torneo. El número 2 de Valencia, el más grande en edad y tamaño, era doctor
en el Hospital de Ezeiza. En el torneo mantenía la costumbre de operar a los
delanteros que pasaran cerca suyo, con o sin la pelota. Tordo era su apodo,
Marcelo su nombre. Sin embargo, le tocaba enfrentar en el día de la fecha no
solo a Luis, sino también al letal número 9 y goleador reconocido en la liga
como la cobra, no solo por su peligrosidad y su escurridiza forma de jugar,
sino también por su mala costumbre de escupir a los rivales.
La
línea defensiva de Valencia estaba pintada de un amarillo anaranjado cuando el
juez dio el pitido que ordenaba la tregua momentánea. Quince minutos de
insultos, indicaciones de último momento y bidones de agua que apagaban la
resaca de la noche: las anécdotas previas al partido hubieran sido dignas de
libros de la más diversa índole.
Las
piernas descansadas se desplazaron hacia el campo de juego pasados los quince
minutos de entretiempo. Las mentes poco a poco hicieron lo mismo. Pero recién
entrados los veinte finales del partido las emociones comenzaron a golpear la
puerta del teatro. Sucede que, tras una falta en la medialuna del área,
Luisito, como le decía su abuela cuando lo llevaba a jugar al papi en el club
de barrio, la colgó del ángulo superior izquierdo desatando la locura de los
propios y la sorpresa de los ajenos.
El
partido cambió radicalmente. Según cuentan algunos testigos, once camisetas
amarillas se colgaron del travesaño a secarse la transpiración al sol aquella
tarde, mientras más de media docena de pecheras azules hacían llover pelotas
sobre el área en busca del milagroso empate. Ganar o morir, los insultos
volaban por los aires como los delanteros amarillos cuando salían de contra. El
juez aplicaba el siga siga mostrando, a esa altura, que había perdido la
arbitrariedad.
A
falta de cinco minutos hasta el técnico de Valencia había montado campamento en
el área del Barcelona. Haciéndose el “sonso”, la cobra deambulaba en la mitad de la cancha esperando el pelotazo
que coronara el dos a cero y condenara al rival a la promoción por aunque sea
dos fechas. Un milagroso puñetazo del barbudo arquero del equipo amarillo dejo
solo al peligroso 9 quién tras correr más de cuarenta metros freno la pelota en
la línea de gol y la metió con la cabeza al ras del suelo. La heroica pero inescrupulosa
jugada fue coronada con un bailecito propio del conocido grupo “Los Wachiturros”
que dio el pie a la generalizada gresca posterior.
Los
once jugadores del Valencia arremetieron contra la cobra quién intento
resguardarse entre sus familiares y amigos que miraban el partido desde afuera.
Comenzó la verdadera guerra donde botines y canilleras volaban entre los
asistentes. Codazos, trompadas y todo tipo de agresiones se hicieron presentes
aquella tarde. La violencia empapó el recuerdo con más fuerza que las glándulas
sudoríparas de los jugadores.
Hubiera
sido el final de la carrera futbolística de la cobra de no ser porque el tordo
golpeó sin querer el auto de un jugador del Sevilla, equipo que también peleaba
por no descender pero esperaba su turno
en los límites de la cancha 1. El incidente sumó una docena más de violentos
que defendieron el patrimonio con uñas y dientes. La cobra logró escabullirse
hacia el vestuario donde fue perseguido por varios rivales hasta que un hombre
de seguridad cerró con llave la puerta y logró sacarlo por una ventana que daba
directo al estacionamiento, donde el jugador era esperado por su hermano para
comenzar la huida.
El
ansiado partido terminó en escándalo. El Sevilla no jugó el partido
siguiente. Ni el próximo ni el próximo a
ese próximo. La organización del torneo decidió expulsar a los tres equipos por
conductas violentas generalizadas. El castigo: el descenso directo. En algún
lugar lejano un hombre castigaba a jugadores profesionales con gas pimienta
provocando ceguera temporal.
Elides Francisco Tejada
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