-Lo rindo. Tengo fé. Si no se me va a juntar con el otro final y es para
quilombo. Además ¿qué pierdo si lo rindo
mal? Si todos lo rinden mal.
Tras copiar ese mensaje en más de cinco conversaciones por
Whatsapp, dos por Facebook y repetírselo a su familia y a sí mismo durante
días, el joven había tomado la decisión.
Con la cursada terminada hace semanas y la fecha de examen inminente, la
posibilidad de no rendir lo perseguía en sus sueños, en sus silencios. Los
rumores, los consejos, no eran alentadores:
“Todos la rinden mal en la primera fecha”, “¿Estás loco? Si
la rendís ahora se te van a cagar de risa”, “¿Te vas a presentar a dos de las
materias más importantes de la carrera con una semana de diferencia?”
Se preguntó varias veces el porqué de someterse a tal
sufrimiento en el mes de diciembre, cuando el resto de sus amigos disfrutaban
del sol de un verano adelantado. Meditaba entre fotocopias, hojas de carpeta
escritas hasta en los márgenes, resúmenes tachados, inentendibles hasta para
él. ¿Es necesario? Las locuras más
grandes cruzaban su cabeza, aunque el objetivo estaba claro, lo desconocido era
el método y el proceso por el cual tenía que pasar para lograrlo.
-Ya fue, dejo la carrera. Mirá esto, no entiendo nada, hace
dos semanas que estoy leyendo y sigo sin entender nada. Esto me está dejando un
mensaje. No, bueno estoy exagerando,
pero me olvido de rendir, ya está. Intento en febrero, total no pierdo nada.
Bueno, tiempo. El tiempo sobra ¿por qué me apuro? Porque quiero terminar la
carrera y dedicarme a lo mío. Bueno es periodismo, lo podes ejercer igual
aunque no tengas el título. ¿Puedo? ¿Con lo difícil que esta conseguir trabajo?
Bueno pero te internás dos semanas a hacer una búsqueda intensiva y algo vas a
conseguir, explotás los contactos, buscás la forma, hinchás los huevos. Todos
los cierres de cuatrimestres te decís lo mismo y lo vas postergando. Tomá el
toro por las astas.
Eso, todos los días, eso. Desde que terminó de rendir y
empezó a estudiar la maldita materia de la que todos hablan. A la que todos le
temen, o “al” que todos le temen, porque es su apellido, es su voz, es su
mirada, o su vista, o su percepción de la materia. Sin embargo, en el fondo, él
sabía que se presentaría. Aunque el característico torneo del barrio se jugara
ese mismo día y él tuviera que perderse un partido, aunque debiera decirle que
no a sus amigos acerca de la joda del viernes que pintaba bárbara, aunque
viviera todas las horas de todos los días como una pérdida de tiempo a menos
que los apuntes estén en sus manos.
Viernes. Último día antes de rendir. Como siempre en los
últimos días antes de rendir, el joven durmió mal, entrecortado. Entre sueños
recordaba lo estudiado y lo que aún faltaba repasar, las definiciones de
memoria y lo que realmente estaba en su cabeza como información asegurada.
Recordaba visualmente donde encontrar cada respuesta, aunque esta última no
estuviera 100% fresca. Todo entre descabelladas manifestaciones inconscientes
que jamás recordaría porque lo único importante para la cabeza parecía ser el
final.
-Ya está, no estudio más, estoy para rendir-
Esta mentira lo dejaba tranquilo por diez, quince, veinte
minutos. Hasta que volvía a los apuntes
y las fotocopias en busca de lo que faltó, de lo que aún no terminaba de
cerrar. Una y otra vez, como una obsesión, no quería que se escapara ni el más
mínimo detalle.
Sábado. Otra vez,
madrugó mucho más de lo que necesitaba. Salió de la casa con tantas horas de
anticipación que la facultad estaba cerrada cuando llegó. Encontró un bar que
recién abría dónde compró una coca que nunca llego a tomar. La decisión más
difícil. ¿Debía repasar los últimos conceptos reduciendo la duración de aquella
hora o debía sentarse a esperar disfrutando de sus últimos minutos de soledad?
En realidad no estaba solo. Fue acompañado por su pareja que, de ser posible,
hasta entraba a rendir por él.
-Bueno vamos, ya es la hora. No aguanto más, quiero sacarme
esto de encima. Pero a la vez no quiero sentarme ahí frente a él.
“Él”. El joven ya no quería ni nombrarlo. Sentía que
enfrentaría a Voldemort con una varita de papel higiénico. Que se metía en
Mordor con todos los orcos vigilando y
sin Sam. Que entraba a la estrella de la muerte sin la resistencia ni la espada
laser. Las nueve era la hora indicada.
Nueve y diez, nueve y media, nueve y cuarenta. Se hicieron
las diez. Marcha imperial. Como en cámara lenta, el temido titular de cátedra
avanzó entre los pálidos alumnos diciendo a su paso “entren al aula”. Las
miradas extrañadas indicaban que eso no era normal.
-No tenemos las actas-
-No tenemos las actas-
-No tenemos las actas-
El eco lo persiguió hasta la parada del colectivo cuando
recién le cayó la ficha de que no podía rendir, de que el sufrimiento de
aquellos días había sido en vano. Y recién allí, en la tranquilidad y el dolor
de haberse quedado en la puerta, comprendió que había gente que la estaba
pasando peor. No solo en la distancia de quién tiene hambre, o no tiene un
lugar donde dormir. Sino incluso en la misma aula de dónde acababa de salir. Mientras
el joven podía presentarse la semana que viene, una chica debía volver a su
país de origen, porque los seis meses de intercambio habían terminado. Y volvía
sin la única materia que pudo cursar aca, porque él, el “innombrable”, no la dejo rendir ni a ella.
Elides Tejada
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