Las calles de
San Rafael son así. En ese pueblo de Mendoza que no excede por mucho los 100
mil habitantes pueden juntarse todos en un puñado de cuadras, mientras otras se
muestran desiertas y silenciosas ante el calor del sol o la luz de la luna. Así
es, incluso, en verano, en plenas vacaciones y con el movimiento turístico en
su máxima expresión. Es en esos momentos donde el pueblo se viste de gala y se
abre de par en par a cada visitante que llega de cerca o de lejos, solo o,
generalmente, en familia. Y entre las sorpresas y los regalos que presenta la
tierra sanrafaelina, se encuentra la conocida feria, pequeña pero punto
obligado para alguna o algunas noches que se pasen allí. Puestito tras
puestito, se pueden ir encontrando mil maravillas, desde objetos que resultan
útiles hasta otros que simplemente están para generar una notoria y sonora
exclamación. Como la que provoca ese señor, de asistencia perfecta en la feria,
noche tras noche presente para deleitar al público que se empieza a reunir a su
alrededor. ¿Pero qué genera esto? ¿Acaso se trata de un hombre buen mozo,
amable, delicado, un “Don Juan”? ¿Físico de atleta, alto grado de carisma? Nada
de eso. De hecho se trata de un hombre muy subido de peso, de pocas palabras,
tímido, serio, aunque no por eso menos simpático cuando se lo propone y,
principalmente, educado. Sin embargo, su nerviosismo suele pasarle factura y le
hace malas jugadas, no pudiendo sacar todo lo bueno que guarda dentro.
Así es él. Sí,
tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba a decir que ese hombre fuera delicado,
una dama, con los naipes? O mejor dicho, ¿quién va a decirlo, ya que todavía
causa sorpresa? Sin dudas, el nerviosismo y el constante temblor de sus manos y
cuerpo no se deben a dificultades con lo que debe mostrar, sino más bien a la
forma de presentarse y estar frente a toda esa gente. Hace años que día tras
día (o noche tras noche, mejor dicho) hace lo mismo, pero todavía no ha logrado
la confianza que le permita adueñarse del show en su totalidad y no sólo como
lo hace ahora, solamente con sus manos.
La mirada siempre en las cartas o en la mesa, sino en el suelo, pocas
veces en la gente. Casi sin hablar, todo lo que quiere es mostrar la magia que
puede engendrar de un mazo de cartas que, inertes como son, parecen tomar vida
cuando pasan de una mano a otra. Toma el mazo, lo examina, mira fijamente la
carta colocada por encima del resto. Siempre la misma. El rey de copas es la
única carta que se muestra ante el público, estando las otras tapadas por
alguna carta, tapada ésta, a su vez, por otra. Rey de copas. Él es el rey de
ese momento, el rey de San Rafael, de ese pueblo mendocino de 100 mil
habitantes. Pero no necesita cetro ni corona para demostrarlo. Simplemente
presenta sus zapatos negros gastados, un pantalón de jean roto en una rodilla y
con un cinturón colgando desde la cintura. Cubriendo el pecho, una remera con
una enorme carta reflejada, brillante, imponente… un doce de copas, el rey de
copas. En la cara seria pero de aspecto inteligente y seguro, una bien
recortada barba cubre todo el mentón, para encontrarse con un bigote que se
extiende de una mejilla a otra, dando forma a una barba candado. En la mesa,
termo y mate siempre preparados, combustible para superar cada noche y estar lo
suficientemente despierto para jugar con ellas, con las cartas. Cerrando la
escena, una boina cubre su calva cabeza. La boina… la corona del rey. Él es el
rey, no quedan dudas. O si hay alguna, se disipa cuando comienzan a moverse los
naipes. Mano izquierda lanza, mano derecha recibe. Una vez, dos, tres,
movimiento constante pero cada vez más rápido, merecedor de las primeras
exclamaciones del público. Los ojos del hombre pasan de una mano a otra, más
como una cuestión de instinto que por necesidad de controlar los movimientos.
Cuando ya las manos se calentaron, cuando los naipes han entrado en juego,
cuando se generó esa interconexión con ellas que sólo él comprende, arranca la
magia. Pocas palabras del hombre, con voz ronca y poco atractiva. Ojos que no
muestran entusiasmo y piernas que no se mueven más que lo absolutamente
necesario. Sin embargo, las manos parecieran pertenecer a otro cuerpo. Ágiles,
seguras, rápidas. Truco tras truco, cada vez se vuelven más precisas. Una
agilidad y habilidad capaces de brindar un espectáculo único, así como de
ocultar el secreto de esa magia, de cada movimiento, algo que sólo conocen esas
manos (y, tal vez, pero sólo tal vez, el hombre a quien pertenecen). Rápidamente pasa la noche y empiezan a quedar
en el viento los interminables aplausos y el vitoreo de la muchedumbre,
asombrada y deleitada por este hombre. El mismo que, terminado el show, camina
lento a buscar el mate, despreocupado, con los ojos en el suelo, la boina bien
colocada sobre la cabeza y las cartas durmiendo tranquilas y calladas en su
mano derecha. Ahora sí, asoma una pequeña sonrisa satisfecha de haber pasado
otra noche mágica. Cartas a la mesa y ahora es el mate el que se acomoda
suavemente en esa misma mano. En la otra, el termo. Es que esas manos, esa zurda y esa diestra,
tan delicadas, tan llenas de vida, nunca pueden estar vacías.
Matías Hernán Piccoli
Queda mal que yo lo diga pero me encanta cómo escribís!!! (Clau)
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